Decenas de familias de San Miguel de Allende quedaron sin sustento al ser clausuradas las ladrilleras de las que vivían
Por: Ana Luz Solís
Don Florencio tiene 50 años haciendo ladrillos, los mismos que tiene de levantarse a la misma hora para administrar el negocio, dirigir a los muchachos que le ayudan y entre todos sacar un promedio de 4 millares por semana.
Sus manos y la piel quemada por el sol revelan que de eso vive hace años. Dos de sus hijos y tres muchachos también, todos tienen familia.
La semana pasada algo cambió, luego de que un grupo de inspectores de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) clausuró su ladrillera y otras 13 más en San Miguel de Allende, cerrando con ello su forma de vida y las posibilidades de reactivar el negocio, porque les dejaron claro que permisos para abrir un horno, no se los van a dar.
Don Florencio tiene 73 años de edad y conoce bien a su competencia, a los del negocio; la mayoría tienen arriba de 60 años y sus ayudantes son jóvenes. Dice que de cada ladrillera viven en promedio cinco familias... todos se quedaron sin trabajo.
“No nos dijeron qué hacer, sólo que tenemos que hablar con ellos. Sí, hablamos, pero ¿de qué vamos a comer las familias? los viejos no sabemos hacer otra cosa y ya nadie nos da trabajo. Los muchachos pueden conseguir algo, pero lo que hicieron no estuvo bien, cerraron sin avisar, sin dejar tiempo para buscar y advertir que esto se iba a acabar. Nos quitaron la chamba. Nos vamos a volver locos”, dice mientras muestra sus manos con callos y surcos tan marcados como su tierra.
Su esposa, doña Mary, sabe que el cierre de la ladrillera en la que su esposo y sus hijos trabajaban traerá graves problemas económicos. Procura ser optimista pero sabe bien que no hay mucho por hacer y llora ante la incertidumbre. El dinero no llegará solo.
“Ya les cerraron, a lo mejor no estaba bien que estuvieran trabajando así pero ¿no era mejor que les dieran otra opción para trabajar? Si no en la ladrillera, en otra cosa. Nomás dejaron más gente pobre”.
Ladrillos de $1.80
El martes pasado a los ladrilleros de las comunidades de Los Rodríguez, Santuario de Atotonilco y Presa de la Cantera les cambió la vida.
En Los Rodríguez, la comunidad más grande y poblada en San Miguel de Allende cerraron seis ladrilleras. La vida ahí es tranquila, la mayoría de los jóvenes se mueve a la ciudad si quiere trabajar en algo diferente, pero los que ya saben de tierra se quedan en el poblado.
De ahí es don Florencio Sevilla y don Patricio Vargas, dos de los ladrilleros con años de experiencia en la labor y otros más de vida. Ambos tienen 73 años.
Don Florencio tiene un terreno que siembra, en medio puso su horno para hacer ladrillo. Alrededor del lugar no había nada cuando él empezó, sólo su milpa de temporal.
El primer ladrillo que hizo don Florencio fue de joven, cuando la necesidad de construir un cuarto para su hermano los obligó a buscar material. Conseguirlo era difícil y tuvieron que aprender.
“Mi papá nos enseñó. Nos hizo a mi hermano y a mí un horno en el patio de la casa. Nos llevó a conseguir arena, paja, estiércol y nos puso a removerlo todo para luego hacer las adoberas con madera. Unos salían parejos, otros chuecos pero se nivelaban a la hora de echarles la mezcla”.
A partir de ahí el trabajo en la milpa y la ladrillera se convirtió en su modo de vida.
“Antes la gente trabajaba así, haciendo su material. Hoy dicen que todo está prohibido, que nada puede hacer uno solo, pero sí quieren que paguemos harto por lo que nos venden. No se me hace justo y menos si nos quitan la chamba sin darnos otras chances. De aquí comemos y de ‘ónde’ vamos a sacar ahora. No dan, pero qué bien quitan”.
Junto a él está Jorge Luis, el hijo de 25 años que recién se robó a la novia y ya tiene un niño.
“De la ladrillera sacábamos para comer y vivir. Póngale que puedo trabajar en otra cosa, pero de aquí a que encuentro algo ¿de dónde voy a sacar para la familia?”.
Cerquita de ellos vive don Patricio, un hombre que durante 30 años condujo un tráiler.
“Recorrí toda la República y todas las carreteras, pero el azúcar y esas cosas de la presión me hicieron bajar del camión y me dediqué a hacer lo que mi apá me enseñó de chiquillo: los ladrillos”.
En su terreno, en la mera entrada están dos hornos, uno de ellos tiene cerca de 7 mil ladrillos dentro, estaba cociéndolos justo cuando llegaron los inspectores de la Procuraduría Ambiental.
“Ni pío dijeron, nomás llegaron y ¡zas...! pusieron las cintas y los sellos, que por cierto ya casi se caen. Ya les tomé fotos para si vienen y dicen que yo los quité, les digo que ellos no los pegaron bien”.
Don Patricio tiene a uno de sus hijos y a dos jóvenes más trabajando con ellos. Su hijo es soltero, pero los otros dos tienen 4 y 3 hijos respectivamente. Este sábado fue su último día.
“Uno es bueno de corazón y voy a dejar que terminen la semana, ya les pago el sábado y les digo que pos ya no hay chamba, que ni yo voy a saber qué hacer”.
De don Patricio depende su esposa y su suegra, una mujer que no se mueve de su silla de ruedas tras la embolia que sufrió.
“Hay que trabajar por tres, ellas y yo. La verdad no sé qué más hacer. Invertí dinero, metí material y encargué otro ¿de dónde pagaré y para qué lo voy a querer si ya no podré hacer ladrillos?”.
Las constructoras, particulares, vecinos y negocios de construcción son sus clientes. El millar de ladrillos que hacen con materiales y procedimientos totalmente artesanales se los pagan a un peso con 80 centavos la pieza.
Los hornos, dicen, los prenden una o dos veces por mes. El proceso del ladrillo es lento y en las horas de máximo sol es mejor resguardarse.
El cuento de nunca acabar
En el 2013, universitarios y docentes de la Universidad Tecnológica de León (UTL) realizaron un estudio sobre la situación de la industria ladrillera en Guanajuato.
Determinaron entonces que hasta ese momento, ni las investigaciones ni propuestas presentadas por diversas organizaciones y especialistas ambientalistas, tenían una solución viable a la problemática de las ladrilleras y concluyeron que era mejor continuar experimentando hasta encontrar un sistema de quemado adecuado para dar solución al proceso artesanal de producción, donde no sólo interviene el dueño de los hornos sino familias completas.
En el mismo documento, dirigido por Mario García, se expone que la industria tiene a su alrededor diversos factores complejos como la pobreza, el uso de materiales no autorizados para la cocción de ladrillos, un sistema de venta que obliga a los productores a vender a bajo costo, falta de capacitación técnica y un descontrol por parte de los gobiernos para orquestar un programa integral.
De pobres están llenas las ladrilleras, concluye el estudio.
Juan Pablo Luna Mercado, titular de la Procuraduría Ambiental (PAOT), dijo que la principal causa de la clausura de los 14 hornos de ladrillos fue por la falta de licencias de uso de suelo y funcionamiento.
El operativo duró cerca de 10 horas y estuvieron acompañados por elementos de las Fuerzas de Seguridad Pública. Los inspectores de la PAOT señalaron que informaron a los dueños de las ladrilleras que se penalizaría a quienes quitaran las cintas o sellos de clausura pero no dieron alternativas para conseguir un sueldo mientras se resuelve la situación.
Luna Mercado resaltó que estos operativos se extenderían por todo el Estado y que mantienen vigilancia constante en centros de acopio, rellenos sanitarios, bancos de materiales, fábricas, tenerías y ladrilleras.
“Hemos infraccionado todo tipo de establecimientos y se han hecho multas por más de 4 millones de pesos. En todo el estado hemos clausurado cerca de 90 ladrilleras principalmente de Cuerámaro, Pénjamo, Abasolo, Celaya, los Apaseos y León”.
Dijo que los municipios deben reforzar su vigilancia y hacen un buen trabajo preventivo.
“Deben tener un buen ordenamiento ecológico y ambiental y hacer valer las políticas y condicionantes que mantengan el control en los municipios”.
Mientras investigan qué hacer, don Florencio y don Patricio, así como los demás ladrilleros de San Miguel se quedaron sin sus hornos. Juntos se ponen a pensar en qué van a hacer si ya no tienen su fuente de trabajo. Reconocen que todo ahora es prohibido y que el ambiente hay que cuidarlo, pero también nadie les dijo qué hacer ni de qué vivir, se quedaron sin nada, con varios pesos invertidos, mucha leña y pocas esperanzas de volver a moldear un ladrillo.
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